Negarse a armar el árbol de Navidad o a participar de las fiestas no es necesariamente un signo de “odio a la Navidad”, sino muchas veces una reacción emocional comprensible ante un fin de año cargado de presiones.
Psicólogos citados explican que, para muchas personas, diciembre no se vive como un tiempo de descanso, sino como una suma de balances, compromisos y exigencias familiares que pueden resultar abrumadoras.
Según los especialistas, la sobrecarga emocional es una de las causas más frecuentes detrás de la decisión de no decorar la casa ni sumarse al clima festivo. Para alguien que ya llega agotado, sacar cajas, adornar, sostener reuniones y “poner la mejor cara”, puede sentirse como una tarea extra que no está en condiciones de asumir. En esos casos, bajarse de la dinámica navideña funciona como un modo de autocuidado y de poner límites a las expectativas externas.
Desde la psicología se remarca que elegir no celebrar, o hacerlo de manera mínima, no convierte a nadie en “Grinch”, ni en una persona negativa. Al contrario, puede ser una forma madura de escuchar las propias necesidades. Respetar ese límite puede ayudar a mantener la estabilidad emocional, reducir el estrés y evitar actuar “en automático” solo para cumplir con el mandato social de la alegría navideña.
Los expertos recomiendan que el entorno cercano no juzgue ni presione a quien decide correrse de las fiestas.





